23 - Bosque de pinos gigantes de Tejas

Odiseo no contó la historia de sus viajes aquella mañana durante el desayuno en la burbuja verde situada en lo alto de la Puerta Dorada en Machu Picchu. Nadie se acordó de preguntárselo. A Ada todos le parecieron preocupados, y no tardó en darse cuenta de por qué.

Ada estaba cansada porque había dormido poco, pero había pasado la noche más maravillosa de su vida con Harman. Había «tenido sexo» antes (¿qué mujer de su edad no lo había tenido?), pero nunca hasta entonces había hecho el amor. Harman había estado exquisitamente tierno y a la vez ansiosamente insistente, atento a sus necesidades y respuestas pero no controlado por ellas, sensible pero firme. Durmieron un poco, enroscados juntos en la estrecha cama contra la pared de cristal curvo, pero despertaron a menudo, sus cuerpos renovaron el acto del amor antes de que sus mentes estuvieran plenamente despiertas. Cuando el sol se alzó sobre la torre situada al este de Machu Picchu, Ada se sentía una persona distinta: no, no era eso, advirtió, se sentía una persona más grande, más plena, más conectada.

Ada pensó que Hannah también actuaba de una forma extraña esa mañana: arrebolada, hiperalerta, atenta a todos los comentarios del hombre que se hacía llamar Odiseo y miraba a Ada de vez en cuando y luego apartaba los ojos, un poco ruborizada. Dios mío, comprendió Ada justo cuando terminaban el desayuno y estaban listos para partir, para volar juntos hasta Ardis Hall, al norte. Hannah se ha acostado con Odiseo.

Durante un minuto, a Ada no le costó creerlo: nunca desde que eran amigas le había comentado Hannah que hubiera estado con un hombre ni nada sobre asuntos sexuales, pero vio las miradas que Hannah dirigía al hombre de la barba y las señales físicas: la joven estaba sentada frente a Odiseo, pero su cuerpo reaccionaba todavía a cada movimiento del hombre, las manos nerviosas, inclinándose hacia delante... y Ada se dijo que había sido una noche entretenida en los domis de la Puerta Dorada.

Daeman y Savi contrastaban claramente. El joven no estaba de mejor humor que la noche anterior; ladraba preguntas sobre la Cuenca Mediterránea, ansioso por iniciar su aventura con Harman y Savi, pero obviamente nervioso por ello. Savi parecía retraída, casi apenada y con prisa por partir.

Harman estaba silencioso y, le pareció a Ada, todavía concentrado en ella, aunque no ajeno a los demás. Ella captó su mirada una o dos veces y algo cálido se movió en su pecho cuando le sonrió. Una vez puso la mano en la parte externa de su pierna, bajo la mesa, y la palmeó dos veces.

—¿Entonces cuál es el plan? —preguntó Daeman mientras terminaban el desayuno de cruasanes calientes (Ada había visto con sorpresa cómo Savi horneaba el pan el día antes) y mantequilla y bayas y zumo de frutas recién exprimidas y rico café.

—El plan es llevar volando a Odiseo, Hannah y Ada a Ardis Hall, ya se hace tarde si queremos llegar antes de que oscurezca, y luego que tú, Harman y yo vayamos a la Cuenca Mediterránea —contestó Savi—. ¿Sigues dispuesto a participar en esta expedición. Daeman Uhr?

—Sigo dispuesto.

A Ada no se lo parecía: le parecía cansado o resacoso o ambas cosas.

—Entonces guardemos los bártulos y movamos el culo —dijo la anciana.

Partieron en el mismo sonie en el que habían venido, aunque Hannah le dijo a Ada que había otras máquinas voladoras en una de las salas adjuntas a la torre sur del puente. El pequeño sonie tenía un número sorprendente de compartimentos en la parte trasera, para la mochila de Savi y sus otras cosas, pero era Odiseo quien llevaba más equipaje: una espada corta en una vaina, su escudo, mudas de ropa y las dos lanzas que había empleado para cazar las Aves Terroríficas. Savi se tendió en la depresión central delantera, manejando los brillantes controles virtuales, con Ada a su izquierda y Harman a la derecha. Daeman, Odiseo y Hannah ocuparon las tres concavidades posteriores, y Ada miró hacia atrás una vez y vio a su amiga de la mano del hombre de la barba.

Volaron hacia el este sobre las altas montañas y luego descendieron y viraron de nuevo hacia el norte sobrevolando una densa jungla y un río ancho y marrón que Savi dijo que se llamaba Amazonas. La jungla en sí era un sólido dosel de bosque tropical roto sólo aquí y allá por unas cuantas pirámides de cristal azul cuyas cimas tenían trescientos metros de altura y se internaban en las nubes bajas portadoras de lluvia. Savi no les dijo qué eran esas pirámides y los demás parecían demasiado cansados o sumidos en sus propios pensamientos para preguntar.

Media hora después de que la última de las pirámides desapareciera tras ellos, Savi hizo virar el sonie hacia la izquierda y volaron rumbo oeste-noroeste a través de altas montañas. El aire era tan ligero y frío que la burbuja del campo de fuerza tuvo que reforzarse a la aparente baja altura de treinta metros sobre el terreno, y el aire de la burbuja se presurizó de nuevo con un contenido de oxígeno más alto.

—¿No nos estamos desviando? —preguntó Harman después del largo silencio.

Savi asintió.

—He tenido que dar un amplio rodeo para esquivar los Monolitos Zorin, que se extienden por la costa de lo que solía ser Perú, Ecuador y Colombia —dijo—. Algunos de ellos siguen armados y en automático.

—¿Qué son los Monolitos Zorin? —preguntó Hannah.

—Nada por lo que tengamos que preocuparnos hoy —dijo Savi.

—¿A qué velocidad viajamos? —preguntó Ada.

—Despacio —respondió Savi. Miró la pantalla virtual que rodeaba sus manos y muñecas—. A unos quinientos kilómetros por hora, ahora mismo.

Ada trató de imaginar esa velocidad. No pudo. Nunca había viajado en nada más rápido que un droshky tirado por voynix antes de su primer viaje en aquel sonie, y no tenía ni idea de a qué velocidad iba un droshky. Probablemente no a quinientos kilómetros por hora. Desde luego. Las montañas y las cordilleras pasaban de largo mucho más rápido que el paisaje familiar en el trayecto en droshky o carruaje entre el fax-portal y Ardis Hall.

Volaron durante otra hora. En un momento dado, Hannah dijo:

—Me está empezando a doler el cuello de tanto mirar por encima del borde del sonie, y la burbuja es demasiado baja para que me siente. Ojalá...

Gritó. Ada, Daeman y Harman dejaron escapar chillidos similares.

Savi había movido la mano por el panel de control virtual y el sólido sonie bajo ellos simplemente había desaparecido. En los breves segundos transcurridos antes de que Ada cerrara los ojos con fuerza, vio a su alrededor a los seis humanos, su equipaje y las lanzas de Odiseo volando en mitad de la nada, aparentemente flotando en el vacío.

—Avísanos la próxima vez que vayas a hacer algo parecido —le dijo Harman a Savi, temblando.

La anciana murmuró algo.

Ada pasó un minuto entero o dos tocando el frío metal de la cubierta que tenía delante, palpando la suave solidez como de cuero del contorno del asidero bajo sus piernas y su vientre y su pecho antes de atreverse a abrir otra vez los ojos. No estoy cayendo, no estoy cayendo, se dijo. Sí, ESTÁS cayendo, le decían sus ojos y su oído interno. Cerró de nuevo los ojos y volvió a abrirlos justo cuando salían de las tierras altas y seguían una península que se extendía al noroeste de la tierra firme.

—Me ha parecido que querrías ver esto —le dijo Savi a Harman, como si los demás no supieran de qué estaban hablando.

Ante ellos, el océano se abría paso a través del istmo, agua despejada visible en una grieta de al menos ciento cincuenta kilómetros. Savi ganó altitud y los dirigió al norte sobre mar abierto.

—Los mapas que he visto muestran el antiguo istmo conectando América del Norte y del Sur siempre por encima del nivel del mar —dijo Harman, estirándose en su posición para mirar hacia atrás.

—Los mapas que has visto son inútiles —dijo Savi. Sus dedos se movieron y el sonie aceleró y ganó más altitud.

Era pasado mediodía cuando avistaron otra costa. Savi hizo descender más el sonie y pronto estuvieron sobrevolando pantanos que rápidamente dieron paso a kilómetros y kilómetros de pinos gigantes y secuoyas (Savi fue nombrando los árboles); los más altos se elevaban cincuenta o sesenta metros en el aire húmedo.

—¿Alguien quiere estirar las piernas en suelo sólido mientras paramos para almorzar? —preguntó Savi— ¿O quiere alguien un poco de intimidad para seguir los dictados de la naturaleza?

Cuatro de los cinco pasajeros votaron ruidosamente a favor. Odiseo sonrió levemente. Había estado dormido.

Almorzaron en un claro sobre un pequeño promontorio rodeado de árboles gigantescos. Los anillos e y p se movían pálidamente en el trocito de cielo azul visible en lo alto.

—¿Hay dinosaurios por aquí? —preguntó Daeman, escrutando las sombras bajo los árboles.

—No —dijo Savi—. Suelen preferir las partes medias y septentrionales del continente.

Daeman se relajó contra un tronco caído y mordisqueó fruta, carne y pan, pero se enderezó cuando Odiseo dijo:

—Tal vez lo que está diciendo Savi Uhr es que hay depredadores más feroces por aquí que mantienen alejados a los dinosaurios recombinados.

Savi frunció el ceño a Odiseo y sacudió la cabeza, como quien reprende a un niño incorregible. Daeman escrutó de nuevo las sombras del mediodía entre los árboles y se acercó más al sonie para terminar su comida.

Hannah, sin apartar apenas los ojos de Odiseo, se entretuvo en sacar su paño turín de un bolsillo y ponérselo sobre los ojos. Permaneció reclinada durante varios minutos mientras los demás comían en silencio disfrutando de la sombra y la tranquilidad. Finalmente Hannah se enderezó, se quitó el paño bordado de microcircuitos y dijo:

—Odiseo, ¿te gustaría ver qué está pasando contigo y tus camaradas en la guerra por la ciudad amurallada?

—No —respondió el griego. Arrancó un trozo de sobras frías de Ave Terrorífica con los dientes, la masticó despacio, y luego bebió del odre de vino que había traído consigo.

—Zeus está furioso y ha desequilibrado la balanza en favor de los troyanos, liderados por Héctor —continuó Hannah, ignorando la negativa de Odiseo—. Han hecho retroceder a los griegos a través de sus defensas, el foso y las picas, y luchan alrededor de las naves negras. Parece que tu bando va a perder. Todos los grandes reyes, tú incluido, se han dado la vuelta y han echado a correr. Sólo Néstor se quedó a luchar.

Odiseo gruñó.

—Ese viejo cascarrabias. Se quedó porque le mataron el caballo.

Hannah miró a Ada y sonrió. Estaba claro que el objetivo de Hannah era introducir a Odiseo en la conversación y era igualmente obvio que creía haberlo conseguido. Ada seguía sin creer que aquel hombre demasiado real (bronceado por el sol, arrugado, lleno de cicatrices, tan distinto de los varones renovados en la fermería de su existencia) fuera la misma persona que el Odiseo del drama turín. Como la mayoría de la gente inteligente que conocía, Ada creía que el paño turín proporcionaba un entretenimiento virtual, escrito y grabado probablemente durante la Edad Perdida.

—¿Recuerdas esa lucha junto a las naves negras? —instó Hannah.

Odiseo volvió a gruñir.

—Recuerdo el festín la noche antes a ese miserable día de perros. Llegaron treinta naves de la isla de Lemnos con vino, mil medidas, suficiente vino para ahogar a los ejércitos troyanos, si no hubiéramos tenido un uso mejor para él. Euneo, el hijo de Jasón, lo envió como regalo para los Atridas, Agamenón y Menelao —miró fijamente a Hannah y los demás—. El viaje de Jasón, ésa sí que es una historia que merece la pena escuchar.

Todos excepto Savi miraron sin comprender al hombre del pecho desnudo.

—Jasón y sus Argonautas —repitió Odiseo, mirando de rostro en rostro—. Sin duda habréis oído esa historia.

Savi rompió el cohibido silencio.

—No han oído ninguna historia, hijo de Laertes. Nuestros humanos antiguos carecen de pasado, de mitos, de historias de ningún tipo... a excepción del paño turín. Son tan perfectamente postletrados como tú y tus camaradas fuisteis preletrados.

—Nosotros no necesitábamos hacer marcas en la corteza o el pergamino o el barro para ser hombres recordados —gruñó Odiseo—. La escritura se había ensayado antes de nosotros y fue abandonada por ser algo inútil.

—Ciertamente —dijo Savi, seca—. «¿Se alza menos recto un taburete analfabeto?», creo que fue Horacio quien lo dijo.

Odiseo se la quedó mirando.

—¿Nos hablarás de ese Jasón y sus... sus qué? —preguntó Hannah, sonrojándose de una manera que convenció a Ada de que, en efecto, su amiga había dormido con Odiseo la noche anterior.

—Ar-go-nau-tas —dijo Odiseo lentamente, recalcando cada sílaba como si le hablara a una niña—. Y no, no lo haré.

Ada descubrió que su mirada se dirigía hacia Harman y que su mente regresaba a los recuerdos de la larga noche anterior. Quiso alejarse con Harman y hablar con él en privado sobre lo que habían compartido o, si eso fallaba, sólo cerrar los ojos en el húmedo calor del claro moteado por el sol y dormir, quizá para soñar en su acto amoroso. O mejor aun, pensó Ada, mirando a Harman con ojos entornados, podríamos perdernos en la penumbra del bosque y volver a hacer el amor, en vez de soñar con ello.

Pero Harman no parecía advertir sus miradas y obviamente tenía desconectado su receptor de telepatía amorosa. El amado de Ada parecía divertido e interesado por los comentarios de Odiseo.

—¿Nos contarás una historia sobre tu guerra del paño turín? —le preguntó al hombre de la barba.

—Se llamó Guerra de Troya y al carajo con vuestro harapo turín —dijo Odiseo, pero había estado bebiendo copiosamente de su odre y parecía haberse aplacado—. Sin embarco, puedo contaros una historia que vuestro precioso pañal desconoce.

—Sí, por favor —dijo Hannah, acercándose al guerrero.

—El Señor nos libre de los contadores de historias —murmuró Savi. Se levantó, guardó su paquete del almuerzo en el cofre del sonie y se internó en el bosque.

Daeman la vio marcharse con evidente ansiedad.

—¿De verdad creéis que por aquí hay depredadores peores que los dinosaurios? —le preguntó a nadie en concreto.

—Savi sabe cuidar de sí misma —dijo Harman—. Tiene esa arma.

—Pero si algo se la comiera —dijo Daeman, todavía contemplando el bosque—, ¿quién pilotaría el sonie?

—Calla —dijo Hannah. Tocó la muñeca de Odiseo con sus dedos largos y morenos—. Cuéntanos la historia que el paño turín no conoce. Por favor.

Odiseo frunció el ceño, pero Ada y Harman asentían en apoyo de la petición de Hannah, así que se limpió las migajas de pan de la barba y empezó.

—Esta experiencia no estaba y no aparecerá en vuestra historia del harapo turín. Los hechos que compartiré ahora con vosotros sucedieron después de la muerte de Héctor y Paris, pero antes de lo del caballo de madera.

—¿Paris muere? —interrumpió Daeman.

—¿Héctor muere? —-pregunto Hannah.

—¿Caballo de madera? —dijo Ada.

Odiseo cerró los ojos, se pasó los dedos por su corta barba y dijo:

—¿Puedo continuar sin ser interrumpido?

Todos excepto la ausente Savi asintieron.

—Los acontecimientos que os describiré ahora sucedieron después de la muerte de Héctor y Paris, pero antes de lo del caballo de madera. Era cierto en aquellos días que, entre sus más premiados tesoros, la ciudad de Ilión poseía una imagen divina caída del cielo, vosotros lo llamaríais meteorito, pero era una piedra fundida y esculpida por el propio Zeus generaciones antes de nuestra guerra como signo de la aprobación del padre de los dioses ante la fundación de la ciudad misma. Esta figura de piedra metálica se llamaba Paladión, porque tenía la forma de Palas.... no Palas Atenea, como llamamos a nuestra diosa, sino Palas, la compañera de su juventud. Esta otra Palas (la palabra puede ser masculina o femenina, pero su significado se aproxima al de la palabra latina virago, «virgen fuerte»), había muerto en una lucha con Atenea. Y fue Ilio, a veces llamado Ilo, padre de Laomedonte, quien fue a su vez padre de Príamo, Titón, Lampo, Clitio y Hicetaón, quien encontró la piedra estelar delante de su tienda una mañana y la reconoció por lo que era.

»Este antiguo Paladión, la fuente secreta de la riqueza y el poder de Ilión, tenía tres cúbitos de altura, llevaba una lanza en la mano derecha y una rueca y un huso en la izquierda, y se asociaba con la diosa de la muerte y el destino. Ilio y los otros antepasados de los actuales defensores de Troya habían ordenado hacer muchas réplicas del Paladión, de muchos tamaños diferentes, y ocultaron y guardaron estas falsas estatuas como sin duda hicieron con la auténtica, ya que todo el mundo sabía que la supervivencia de Ilión dependía de su posesión del Paladión. Fueron los propios dioses quienes me revelaron este hecho en sueños en aquellas últimas semanas del asedio a Ilión, y por eso le conté a Diomedes mi plan para entrar en la ciudad y localizar el verdadero Paladión, para que él y yo pudiéramos regresar a la ciudad, robarlo, y sellar el destino de Troya.

»Primero, me disfracé con harapos de mendigo, e hice que mi propio criado me azotara con un látigo para desfigurarme así con heridas e hinchazones. Los ciudadanos de Ilión eran notables por su debilidad de estómago cuando se trataba de meter en cintura a sus criados: tendían a malcriar a los esclavos más que a castigarlos, y ningún criado troyano que perteneciera a una buena familia podía salir con la ropa rota y heridas de látigo, así que razoné que los harapos y el hedor y, lo más importante, las marcas ensangrentadas del látigo harían que los ciudadanos se apartaran avergonzados al verme. Un disfraz perfecto para un espía, ¿no os parece?

»Me elegí a mi mismo para esta tarea porque era el más astuto y hábil de todos los aqueos y, también, porque había estado dentro de las murallas de Troya hacía más de diez años como jefe de una delegación que pretendía entablar negociaciones de paz para la liberación de Helena antes de que nuestras negras naves llegaran por la fuerza y empezara una guerra. Obviamente, esas negociaciones fracasaron (todos nosotros los auténticos argivos esperábamos que fracasaran, pues nos moríamos de ganas de luchar y estábamos ansiosos de botín), pero recordaba bien el trazado de la ciudad dentro de aquellas grandes murallas y puertas.

»En mi sueño, los dioses (probablemente Atenea, que favorecía mi causa más que los demás) me habían revelado que el Paladión y sus muchas réplicas estaban escondidos en algún lugar del palacio real de Príamo, pero no me dijeron dónde exactamente, ni cómo podría distinguir el verdadero Paladión de sus copias.

»Esperé hasta la hora más oscura de la noche, cuando las hogueras de las almenas están en su momento más bajo y los sentidos humanos son más débiles, y entonces usé gancho y cuerda para subir a las altas murallas. Maté a un guardia al hacerlo y escondí su cadáver bajo el forraje almacenado dentro de las murallas para la caballería tracia. Ilión era grande, la ciudad más grande del mundo, y tardé un tiempo en recorrer sus calles y callejones para llegar al palacio de Príamo. Dos veces los centinelas armados me dieron el alto, pero yo gruñí e hice gestos ahogados mientras gesticulaba sin sentido con mis brazos ensangrentados, y ellos me consideraron un esclavo idiota que había sido azotado por su estupidez, y me dejaron pasar.

»El palacio de Príamo era grande (tenía cincuenta dormitorios, uno para cada uno de los hijos de Príamo), y estaba bien guardado por los mejores miembros de las tropas de elite troyanas, con guardias en todas las puertas y ante cada ventana al nivel de la calle, y más guardias dentro de los patios y en las murallas del palacio: ningún centinela adormilado me dejaría pasar, no importaba lo tarde que fuera o lo sangrientas que fueran mis heridas ni lo idiotas que fueran mis gruñidos, así que me dirigí al sur, a la casa de Helena, que también estaba bien protegida, pero algo menos después de que matara con mi cuchillo al segundo troyano de la noche y escondiera su cuerpo lo mejor que pude.

»Después de la muerte de Paris en un duelo de arqueros, Helena había sido entregada en matrimonio a otro de los hijos de Príamo, Deífobo, a quien el pueblo de Ilión llamaba «el derrotador del enemigo», pero a quien los aqueos nos referíamos en el campo como «culo de buey». Pero su nuevo esposo no estaba en casa esa noche y Helena dormía sola. La desperté.

»No creo que hubiera matado a Helena si ella hubiera pedido ayuda: la conocía desde hacía muchos años, como invitado en la noble casa de Menelao y, antes de eso, como uno de los primeros pretendientes de Helena desde que estuvo en edad de ser elegida en matrimonio, aunque eso no fue más que una formalidad, pues yo estaba ya felizmente casado con Penélope incluso entonces. Fui yo quien aconsejó a Tindaero que hiciera jurar a los pretendientes que acatarían la decisión de Helena, lo que evitó un gran derramamiento de sangre por culpa de los perdedores y sus malos modales. Creo que Helena agradeció siempre ese consejo.

»Helena no pidió ayuda esa noche que la desperté de su inquieto sueño en su hogar de Ilión. Me reconoció en el acto y me abrazó y me preguntó por la salud de su verdadero esposo, Menelao, y de su hija tan lejana. Le dije que todos estaban bien, aunque no le conté que, en ese momento de la guerra, Menelao había sido herido de gravedad dos veces en el campo de batalla y moderadamente media docena de veces, incluida una reciente flecha en el culo, y que estaba de un humor de perros. En cambio, le comuniqué cuánto la echaban de menos su marido y su hija y su familia en Esparta, y que deseaban que volviera bien.

»Helena se echó a reír entonces. "Mi señor y marido Menelao me quiere muerta y tú lo sabes, Odiseo —dijo—. Y estoy segura de que él mismo me matará cuando las grandes murallas y las Puertas Esceas de Ilión caigan pronto, como profetizó el oráculo de Hock-en-beee-rry." Yo no conocía ese oráculo (Delfos y Palas Atenea son los únicos videntes del futuro que conozco), pero no pude contradecirla: parecía probable que Menelao, en efecto, le cortara la garganta después de todos sus amargos años de deslealtad en los brazos y tálamos de sus enemigos. Pero no se lo dije. En cambio, le dije que intercedería ante Menelao, hijo de Atreo, para convencerlo de que le salvara la vida si Helena no me traicionaba esa noche y me ayudaba a encontrar una forma de entrar en el palacio de Príamo y me indicaba cómo elegir el verdadero Paladión.

»"No te traicionaría de todas formas, Odiseo, hijo de Laertes, fiel y sabio consejero", dijo Helena. Y me reveló cómo burlar las defensas del palacio y cómo distinguir al verdadero Paladión cuando lo viera entre sus imitaciones.

»Pero era casi el amanecer. Demasiado tarde para completar mi misión esa noche. Así que salí y recorrí las calles y subí y bajé la muralla por las aberturas que había dejado al matar a los guardianes, y dormí hasta tarde al día siguiente, y me bañé, comí y bebí, e hice que Macaón, el hijo de Asclepio y el mejor médico del ejército, vendara mis heridas y aplicara un ungüento sanador.

»A la noche siguiente, sabiendo que necesitaría un aliado, ya que no podría luchar y cargar con la pesada piedra Paladión al mismo tiempo, pedí a Diomedes que participara en mi plan. Juntos, en la hora más oscura de la noche, el hijo de Tideo y yo escalamos la muralla. Matamos a su centinela con una flecha certera. Luego recorrimos rápidamente las calles y callejones, sin disfraz ahora de esclavos azotados, sino matando eficaz y silenciosamente a todos los que nos desafiaban, y encontramos el camino hasta el palacio de Príamo a través de las cloacas ocultas que Helena me había indicado.

»A Diomedes, hombre orgulloso como tantos testarudos héroes de Argos, no le gustó chapotear por las cloacas, ni siquiera para asegurar la caída de Ilión. Gruñó y maldijo y se quejó y gimió y estaba de un humor de perros cuando añadimos al insulto la herida de tener que subir por un agujero de uno de los excusados de los soldados, en el sótano del palacio, donde estaban los tesoros de Príamo, en los barracones de su guardia de élite.

»Fuimos silenciosos, pero nuestro hedor nos precedía y tuvimos que matar a los primeros veinte guardias que encontramos en aquellos corredores: el vigésimo primero nos mostró cómo abrir las puertas de la cripta del tesoro sin disparar las alarmas ni las trampas, y luego Diomedes le cortó también la garganta.

»Además de toneladas de oro, montañas de piedras preciosas, vitrinas de perlas, montones de telas bordadas, cofres de diamantes y gran parte de las riquezas del fabuloso oriente, había unas cuarenta estatuas del Paladión dispuestas en nichos. Eran iguales en todo excepto en el tamaño.

»"Helena me dijo que me llevara la más pequeña", le dije a Diomedes, y así lo hice, envolviendo el Paladión en una capa roja que le había quitado al último guardia que matamos. La caída de Ilión estaba en nuestras manos. Todo lo que teníamos que hacer ahora era escapar.

»En este punto Diomedes decidió que quería saquear la cripta de Príamo esa noche, ya, inmediatamente. La atracción de todo aquel botín era demasiado grande para el avaricioso hijo de puta sin seso. Diomedes habría cambiado diez años de nuestra sangre por un centenar de libras de oro.

»Yo... lo disuadí. No describiré la pelea que tuvimos cuando deposité el Paladión envuelto en rojo en el suelo y desenvainé la espada para detener al hijo de Tideo, rey de Argos, para que no estropeara nuestra misión con su avaricia. La pelea terminó rápidamente gracias a la astucia. Muy bien, si insistís, os lo diré: no hubo ningún noble combate. No hubo ninguna gloriosa aristeia. Le sugerí que nos quitáramos las apestosas túnicas antes de pelear, y mientras el gran tontorrón se desnudaba, le lancé un lingote de oro a la cabeza y lo dejé inconsciente.

»Al final, acabé huyendo del palacio de Príamo con el pesado Paladión en una mano y el más pesado y desnudo Diomedes al hombro.

»No podía llevarlo de aquel modo hasta la muralla, así que estuve a punto de dejarlo allí, junto a la alcantarilla, donde pasaba el río bajo las murallas de Ilión, pero Diomedes recuperó el conocimiento justo entonces y accedió a abandonar la ciudad conmigo. Nos marchamos en silencio. No me habló de nuevo ese día, ni esa semana, ni después de la caída y el saqueo de Ilión, ni nunca jamás.

»Ni yo he hablado con Diomedes desde ese día.

»He de añadir que fue poco después de eso, después de que llevara el Paladión al campamento de los argivos donde lo escondimos bien, seguros de que Troya tenía las horas contadas, cuando empezamos a trabajar en el gigantesco caballo de madera. El caballo serviría para tres propósitos: primero, como escondite, claro, para llevarme a mí y a una escogida banda de mis mejores luchadores al interior de la ciudad; segundo, como medio de que los propios troyanos desmontaran el gran dintel de piedra que se alzaba sobre las Puertas Esceas para que la ofrenda pudiera entrar en su ciudad, pues la profecía decía que esas dos condiciones tendrían que darse antes de que Ilión cayera: la pérdida del Paladión y la destrucción del dintel Esceo. Y tercero y último, fabricamos el gran caballo como ofrenda a Atenea para reparar la pérdida de su Paladión, ya que ella era conocida también como Hippia, la «diosa caballo», pues fue ella quien embridó y domó a Pegaso para Belerofontes y quien aprovechaba para cabalgar y ejercitar sus propios caballos siempre que podía.

»Y esto, amigos míos, es mi breve relato del robo del Paladión y la caída de Ilión, Espero haberos complacido, ¿Hay alguna pregunta?

Ada miró a Harman a los ojos. ¿Aquello era un breve relato?, pensó, y vio que su amante captaba su pensamiento como un beso soplado.

—Sí, yo tengo una pregunta —dijo Daeman.

Odiseo asintió.

—¿Por qué la llamas Troya la mitad de las veces e Ilión el resto? —preguntó el joven regordete.

Odiseo sacudió levemente la cabeza, se levantó, tomó la vaina y la espada corta del sonie y se internó en el bosque.

El Asedio
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